¿Qué está pasando?
JAVIER TAMARIT CUADRADO (*)Madrid
Actualizado: 29/05/2015 01:34 horas
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Muchas veces he difundido en entornos profesionales el mensaje de un gran
psicólogo, Edward Carr, experto en el
conocimiento y manejo de comportamientos problemáticos en el ámbito de las
discapacidades del desarrollo. Decía Carr que el mejor momento para intervenir
ante un comportamiento/problema es cuando no se da; antes de darse es cuando
debe reflexionarse en relación con la pregunta siguiente: ¿qué debemos hacer
ahora para que más adelante, llegado el caso, ante determinadas condiciones, no
se dé un comportamiento/problema o se dé un comportamiento positivo? Es cierto
que también debemos tener un plan de actuación para cuando se produce lo que no
deseamos o no hemos podido evitar, pero lo relevante es actuar antes para
fortalecer otras propuestas positivas de comportamiento.
Una joven con discapacidad intelectual y motora se ha suicidado. Había denunciado
ser acosada por un compañero de su instituto. La Justicia, la Administración,
el instituto, los docentes, el alumnado, las familias... la sociedad, al menos
gran parte de ella, estamos conmovidos y movilizados íntimamente ante este
hecho, hemos necesitado el hecho irreversible y trágico para que nos zarandee y
se nos remueva nuestro tranquilo organismo ¿Eso será todo? ¿Cuánto tardará de
nuevo nuestra cabeza en volver a sus rutinas, a su estado de ceguera selectiva
con lo que pasa en nuestro entorno? ¿Cuánto tiempo nos seguirá aguijoneando
nuestra conciencia y nuestro sentimiento el hoy cercano e inmenso dolor que nos
inunda y que tan cerca de nuestra piel sentimos, aunque nadie nos lo diga, en
los seres más queridos y cercanos de esa joven, su familia, sus amistades, sus
próximos?
¿Qué hemos hecho, la sociedad en su conjunto, antes de esto? ¿Qué hacemos
en estos momentos con otras situaciones similares que quizá estén aplastando
desde un manto de silencio la vida de otros niños, niñas, jóvenes, con o sin
discapacidad, víctimas de violencia? ¿Qué tendríamos que hacer desde un
compromiso ético para sembrar una sociedad comprometida que alimente
comportamientos incompatibles con la violencia del poderoso frente al débil,
con las actitudes de desprecio a la diversidad, que desarrolle conciencia
ciudadana de deber de lucha ante la injusticia, de denuncia de hechos
denunciables, que ponga la política, la acción profesional, la vecindad, al
servicio de la construcción de un entorno amable y afectivamente positivo, con
las piedras de la confianza entre las personas, la reciprocidad, el sentido
común?
En España, hoy, según el banco de indicadores de desarrollo humano de las
naciones, solo dos de cada 10 ciudadanos
dice que sí confían en el resto de las personas ¿No es este por sí
solo un hecho que debería urgirnos a toda la sociedad, que tendría que hacer
que nuestros sistemas políticos, educativos, sociales trabajasen con absoluto
ahínco, a destajo, para atajar ese resultado y lograr invertirlo en el menor
tiempo posible y con la máxima efectividad?
Nuestra sociedad tiene sistemas precisos para garantizar la salud de los
niños, y así, por ejemplo, no se permiten juguetes con determinadas
características que puedan resultar peligrosos o dañinos para unos niños de determinada
edad, no se permite la práctica de publicitar medicamentos, verdaderos o
falsos, que no hayan sido autorizados. Pero ¿dónde está el estado que vela
porque nuestros niños y niñas, nuestros jóvenes, tengan la educación que
requieren, disfruten de una integridad siempre, estén libres de acoso,
negligencia, mal trato, malas prácticas, tanto en la escuela como fuera de
ella? Sí, se dirá que sí, que hay leyes, sistemas, protocolos, pero los hechos
parecen tenaces en mostrarnos que no logramos afrontar con éxito la generación
de una educación en la que la sociedad entera y todos los representantes
públicos se sientan comprometidos, con independencia del partido que juegue en
ese momento en la liga política, una educación que afronte el abandono, el fracaso,
las percepciones de que se otorga valor a elites, las percepciones de
inequidad, de exclusión por diversos factores (discapacidad, orientación
sexual, cultura, origen).
En mi opinión necesitamos urgentemente concitar una educación no orientada
por la economía, por la competitividad, sino más por la ética, una educación
que no sea generadora de exclusión de una inmensa parte de nuestros niños,
niñas y jóvenes, que no nutra el desarrollo humano esencialmente desde los
libros de texto, abandonando, en demasiadas ocasiones, la oportunidad de nutrir
esa misión de educar que alentaba el pensador Edgar Morin: "Educar para
comprender las matemáticas o cualquier disciplina es una cosa, educar para la
comprensión humana es otra; ahí se encuentra justamente la misión espiritual de
la educación: enseñar la comprensión entre las personas como condición y
garantía de la solidaridad intelectual y moral de la humanidad". Hay
muchas comunidades educativas actuando en esta línea, esto es un gran aliento
de optimismo y esperanza, a pesar de las enormes sombras que les proyectan, a
pesar de políticas educativas que parecen haber nacido de mentes que nos
conciben más como permanentes operarios en ciernes a la espera de patrón, que
como ciudadanos en ciernes con la esperanza de contribuir a una sociedad mejor
para todos.
La excelencia moral de una sociedad, la verdadera excelencia educativa, no
se mide en mi opinión por los datos de PISA, ni por los puntos de cociente
intelectual de sus integrantes, ni por la cuantía de los sueldos y poderes que
logran unos pocos aparentemente debido a la buena educación recibida. Los datos
señalan una y otra vez que la percepción de vida adulta con razonable felicidad
no correlaciona con el expediente académico alcanzado, no correlaciona, diría yo,
con una educación que ve tangencialmente temas como el acoso, la inclusión, la
ciudadanía, la cohesión social, la solidaridad, los derechos, la riqueza de la
diversidad.
Tan solo es mi percepción, es cierto, pero quiero, necesito, sentir la
cercanía de una educación diferente, necesito y quiero junto con muchas más
personas con las que me siento acompañado promover en la medida de nuestras
posibilidades una educación de máximos, que proyecte sus hechos en generaciones
que sientan con orgullo su humanidad, que sepan construir proyectos personales
de bienestar que, a su vez, contribuyan y sean coherentes con proyectos
sociales en busca de una sociedad cada vez de mayor excelencia moral. Sí, ya
sé, se me dirá que otra vez la inútil utopía ronda inoportuna, pero ¿lo que
está pasando no nos urge a la utopía desde lo que Paulo Freiredenominaba inéditos
viables, lo que hoy aún no es pero es en esperanza ya posible y positivo si nos
esforzamos en ello?
(*) Javier Tamarit Cuadrado es
psicólogo, miembro de la Federación de Organizaciones a favor de las Personas
con Discapacidad Intelectual (FEAPS)
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